martes, 5 de enero de 2016

Un nuevo imperio: los almorávides

Alfonso VI, en una miniatura del siglo XII
Nos quedamos en la última entrada comentando que la autoridad de la figura del Califa se encontraba por los suelos, debido a la notable gestión de al-Mansur durante el “gobierno” del califa Hisham II. Tanto fue así que al-Ándalus se vio inmersa en una fitna (guerra civil) entre los partidarios de Hisham II y los partidarios de los sucesores del propio Almanzor. El resultado de este estallido fue la fragmentación de al-Ándalus en pequeños reinos, llamados Taifas, en los cuales las familias más poderosas se autoproclamaron reyes, forjando así nuevas dinastías y convirtiendo a toda la península bajo control musulmán en un campo de batalla entre las diferentes taifas por lograr extender su influencia.

Sin duda, esta situación que puso fin al esplendoroso periodo del califato cordobés, no hizo otra cosa sino debilitar el poder musulmán en la Península, pues también los reinos cristianos del norte aprovecharon la situación para pactar con unos reyes y otros en pro o contra de los intereses de las distintas taifas y, por supuesto, de los suyos mismos.

Extensión máxima del Imperio Almorávide
Pero el evidente desmoronamiento del poder musulmán en la Península Ibérica no pasó por alto en el norte de África, donde un nuevo imperio, el almorávide, afianzaba su poder en la región. Así, tras la conquista cristiana de Toledo por el rey Alfonso VI en 1085, el gobernador almorávide, Yusuf Ibn Tasufin, acudió en la ayuda de las taifas peninsulares.

Un año después, el ejército almorávide derrotaba a las tropas del rey Alfonso VI en la batalla de Zalaca y Yusuf conseguía reunificar todos los pequeños reinos musulmanes que en su día conformaron el Califato de Córdoba bajo un nuevo poder central. Sin embargo, a pesar de sus intentos, nunca lograría recuperar la ciudad de Toledo, nuevo bastión de los ejércitos cristianos.

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